Santiago, septiembre de 1810, los días previos a esa noche, se venían sucediendo acontecimientos entramados, envueltos en complicidades impacientes que terminarían por escribir nuestra historia, historia que cumple doscientos años.
El Pelado Villalobos siempre fue un niño tranquilo. Siempre recuerdo que su eslogan era: “me llamo Lorenzo y en tu hermanita no más pienso”. Tez blanca, mediana estatura, frente despejada, peinado hacia atrás, pelo liso ligeramente castaño.
Me acuerdo que el hombre derramó unas cuantas lágrimas. Sentí que eran puras, Norma. Se le cayeron humedeciéndole el rostro, las dejó escapar libremente sin cohibición alguna.
A veces, cuando me sumerjo en el pozo insondable de los recuerdos, en medio de las nostalgias que parecen llamar a una lluvia triste, hay nombres que se escapan de la memoria. Otros, emergen como desde un abismo profundo donde jamás podrá alcanzar la luz, pero igual llegan.
Punitaqui siempre ha estado rodeado de cerros, Norma. Cerros por todos lados, algunos parece que se irán encima del pueblo, otros, simplemente están más lejos, pero igual forman parte del paisaje. Nuestra tierra es un valle, “único, nada como Punitaqui”, decía mi amigo René cuando lo recordaba, cuando luego del último viaje nos metíamos a la selva y pensábamos en todo lo que había quedado atrás.
Cuando recuerdo Norma, al Hotel Buenos Aires y a don Moisés Hernández, inevitablemente llega a las evocaciones la imagen de uno de sus nietos, antiguo compañero con quien compartimos muchos episodios en aquellos años de la escuelita, el gordo Pepe, hijo del Cutita y de la señora Áurea, hija de un español de espíritu aventurero quien llegó a las costa
Quienes conocieron la historia siempre dijeron que el hombre era un viejo minero, Norma. De aquellos que pueden hermanarse con las profundidades de la tierra sin conocer el miedo y si lo tienen, lo cambian por la resignación, saben que su mundo es la oscuridad sin necesidad de ser dráculas.
Los cumpleaños en Punitaqui siempre fueron un día especial. Eran parte de las ilusiones infantiles, Norma. Cuando se me vienen a la memoria, inevitablemente surgen dos nombres: el Chato y el Samy. Dos nombres para dos amigos inolvidables de la infancia con quienes compartimos hermosos episodios y juegos, forman parte de los recuerdos que jamás han sido derrotados por los años.
Ese Pato Pastén!, lo siento inolvidable, Norma. Y no se llamaba Patricio, su verdadero nombre era Segundo, así lo conocí. No lo vislumbro en alguna de las salas de clases de la escuelita, creo que él –si es que completó la primaria, tengo la idea que sí- terminó unos cuantos años antes la etapa escolar.
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